lunes, 23 de marzo de 2009

Adriana Claudeville: El susurro de una poeta

ENTREVISTA CON
ADRIANA CLAUDEVILLE

EL SUSURRO DE UNA POETA


En Río IV, no conocen de sus dotes de poeta. Su ciudad natal, a la que regresa periódicamente, la recibe con los brazos abiertos, pero ella no lleva sus poesías. Villa María, espacio que la cobija, sabe de ella por sus publicaciones: “Setiembre equivocado” (2002), “Magnolias transparentes” (2004) y “La portadora del fuego” (2006). Pero fuera de ello Adriana se mantiene un poco alejada del ambiente literario. No de la literatura, pero sí, de todo lo demás.
No quería entrevistas. No le agradan estas cosas. Sin embargo acepto charlar con nosotros de literatura y de poesía, el género al que siempre vuelve. La práctica de un arte que “ordena la mente”, y donde ella se regodea coqueteando con el absurdo.
Hizo un camino en el taller literario de Susana Zazzetti, donde la convertían en poeta sin que ella se diese cuenta; ahora intenta con el difícil género de la narrativa, de la mano de Mercedes Espinosa (ver EL DIARIO Cultura, del 11 de mayo de 2008).
Adriana, madre de mundos y sensaciones, produce sus escritos alejada del ambiente literario de la ciudad. Sobre ese punto iniciamos nuestra charla.


—¿Por qué razón no se te ve muy seguido en el mundo literario local?
—Porque no me interesa un pepino el ambiente literario. Yo no participo de concursos, ni de presentaciones, ni de actividades similares. Otra de las cosas por la cual no lo frecuento es la cuestión de la temática. Los temas son muy poco abarcativos, está bien, hay hambre, no hay trabajo, ah… que las siete plagas de Egipto, los cuatro jinetes del Apocalipsis, pero… ¿hay que machacar tanto sobre esos temas? Está bien que lo escriban, que machaquen, pero no, cuando vos escribís sobre otro tema. El pueblo no es pavo, no es tonto, tiene sesos, igual que yo y que vos y piensa, y las poesías le gustan o no le gustan; por eso yo siempre digo que hay crítica literaria, no la que consideran los sabios o los ídolos con pies de barro que hay por acá. La verdadera crítica literaria es la que te acepta o no, le gusta o no le gusta lo que hacés; y te dice porqué le gusta o porqué no le gusta.

—Es difícil hacer crítica literaria en Villa María, porque te podés ganar un montón de enemigos. Por ahí podés decir algunas cosas y se te pueden enojar…
—¡Y que se enojen! (responde exaltada). Por ejemplo “Setiembre equivocado”, es un libro de catarsis. Los libros de catarsis y algunas autobiografías sirven para uno, no le dan nada al otro. Es decir, lo que ingresa va a ser lo mismo para mí, para vos, para quien lo sienta, pero el motivo no. Entonces como que no va, no sirve, porque lo que me llevó a escribir eso no es lo que pensó el otro que me lee, aunque la poesía tiene eso, ese es el mayor legado de las estéticas del comienzo del Siglo XX.

—Pero está bien que uno interprete lo que quiera y como quiera o como pueda…
—Uno tiene que escribir para el otro, porque para uno mismo casi que no tiene sentido. Eso no es creación, porque si sabés hilar un poquito con las palabras ya está.
Sucede otra cosa con la poesía, el poeta es una persona común, que cultiva su oficio de poeta, no ganamos un cuerno, la realidad la lleva a su mundo de creador, de artista y la expresa en una poesía; es decir, no somos una clase privilegiada. El hecho de tener más o menos talento se puede dar en cualquier etapa del quehacer humano. Mirá el Gustavo Borga, él trabaja en el ferrocarril, hace su poesía…

—¿Te gusta la poesía de Gustavo?
—Sí, pero no acostumbro a decirle nada a ningún poeta, si no me preguntan ellos a mí, porque me cansé, uno nunca te va a decir las cosas con mala leche, ¿para qué?, no sirve, nunca se va a prestar a endiosamientos inútiles, nos tenemos que enriquecer. También me gusta mucho la poesía de Marina Giménez y de Fernando de Zárate, quienes toman temáticas que son jodidas de expresar. Fuera de los talleres, yo escribo sola, me cuesta mucho más. Suelo mostrar mis escritos a Susana de Zazzetti, a Olguita Dominicci y algún otro, pero me las arreglo, aprendo, a los porrazos pero yo sola; aunque no me sale tan mal (se ríe).

—Asististe al taller de Susana de Zazzetti, ¿qué me podés decir al respecto?
—Susana me transformaba en poeta y yo no me daba cuenta, ella me enseñó la fineza de la poesía, la aristocracia de la poesía. Es el género (como decían los griegos) de los aristócratas, de los elegidos. Cuando definieron la democracia, la definieron mal, en realidad no es pueblo, se consideraban 6 o 7 familias de cada polis. A la poesía hay que reverenciarla cuado se la escribe, cuando se la lee y cuando se la presenta; cosa que acá no se hace. Pero quiero resaltar públicamente el valor de lo que Susana me brindó.

—¿Y ahora estás escribiendo cuentos?
—Con Mercedes Espinoza. No es fácil. Ella sabe muchísimo, y te enseña, y a vos te parece que escribiste un cuesto fantástico. Me gusta, pero yo vengo de la poesía y a la poesía vuelvo. No tengo interés, es más, no creo que vuelva a publicar, haré plaquetas, que se yo.

—¿Por qué decís que no vas a volver a publicar?
—¡¿Y quién me ayuda?! Mirá, los tres libros que publiqué me los costeé yo, los hice yo, me los prologué yo, me los corregí yo, y luego los presenté. “Magnolias transparentes” me hice una cena de pizza, vino, cervezas y arrolladitos allá arriba de lo que era “Pizza Café”. En cuanto a “La portadora del fuego” hice un desayuno arriba del “Centro Vasco”.

—¿Pero vos tenías un libro listo para sacar prontamente?
—Tengo las ideas escritas, las poesías las quemé, se salvaron las que te entregué para el libro que estás haciendo vos, pero tampoco es que tenga un afecto por esas poesías, ni predilección, ni que me vea muy reflejada ahí. Justo llegaste en ese momento y bueno, te las llevaste. En ese intermedio se murió mi mamá, pasaron algunas cosas. Lo que sucede es que no me sentía yo en esos poemas que quemé, uno no puede ir contra sí mismo, tratar de moldearse de otra manera que no es la suya, no puede dar otra forma de su decir del que ha encontrado. Es como yo te decía el otro día, los que conocen mis poesías, si leen algún poema aislado por ahí, dirán “Ah, esto lo escribió la Adriana Claudeville”, los que han leído mis poesías te repito, que no son muchos.

—¿Quiénes asistieron a tus presentaciones?
—Para mí, cada vez que presento un libro es mi fiesta. Me encanta que lo vean todos, no es que vengan 300, 400 o 500 personas. Yo invito a la gente que quiero. Por más que se diga que yo selecciono y discrimino, no es que me lo digan directamente, pero se siente. Sucede que el hombre por naturaleza elije. No me podrán decir que yo selecciono porque alguno tiene nombre, ¡no!, yo invito a quien se me canta. Le dediqué “La portadora del fuego” a la “Puqui” Charras. Qué dama que es la Puqui, ella sí que se codeó con los grandes de la literatura contemporánea, pero ella es sencillita así. Y acá la hacen trabajar y no le pagan y yo le digo que los mande al diablo a todos... Cuando me presentó “Magnolias transparentes” le pagué. Ella es intuitiva para escribir. Mi poema más lindo de “Magnolias…” es el de la Puqui, el de Aracilde y el de Edith Vera.
En mi caso no creo en la inspiración, creo en la idea. Bueno, vos tenés una idea, siéntese y escríbala; y ahí empezás a trabajar. Por eso yo digo que mis libros salen a la quinta reencarnación, porque los reescribo una y otra vez.

—¿Sobre que cosas puede escribir un poeta?
—El escritor escribe sobre lo que se le canta. A mí me han dicho que mi poesía es muy clasicista y muy elevada. Nosotros pertenecemos a una generación en la que todos teníamos una biblioteca. Aparte antes en la secundaria, se decía que la enseñanza era enciclopedista, bueno, pero salíamos sabiendo. El que ha hecho un secundario, no puede estar tan alejado de comprender lo que escribo. Entonces me dolió que dijeran eso. No hay que mediocrizar la poesía. Por otro lado, gente que no conozco ni la producción ni sobre su persona, les han gustado tanto y han tenido reflexiones que ni yo he pensado, esos mundos que vos creas en la mente del otro y sobre todo el juego poético. Y bueno, eso es todo… ¡¿Querés escuchar un cuento?¡
—Bueno. Le digo, mientras se va a su cuarto y vuelve con un par de cuadernos cuadriculados y espiralados. Me lee uno de los ejercicios de su taller y el cuento que ella armó en ese momento. Luego pasa las hojas y me deleita con nuevas producciones poéticas:


“A disgusto de la costumbre / arden mandatos ancestrales. / De vez en cuando / es bueno quemar atavismos / como cuando los niños alimentan las hogueras / en la noche de San Juan.”

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“Salgan de los ramos de hierbabuena, del corazón del pan que inaugura el mediodía / olviden túnicas etéreas / vengan envueltas en lenguas de fuego / laven sus trenzas con el llanto de la luna // palabras aviven mi voz.”

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“He tatuado un nombre en la mirada del olvido / entierro invisible / definitivo / no lloro / la muerte es una arcano menor / y el nombre no es tu nombre / el crepúsculo muestra su rostro de meretriz cansada / yo / trenzo la cabellera de los sauces.”

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“Estoy sentada y espero / en la orilla del río / quizás venga Edith Vera cabalgando los rumores / a contarme su pena legendaria / a la muerte no le interesan las penas de los muertos / gran caballo de Troya es Edith Vera, la negra / abre su vientre y alumbra poemas / a todos los muertos que están muertos por nosotros / y perdona las afrentas.”


—¿Vos eras amiga de Edith Vera?
—Muy amiga. Es decir, nos hicimos amigas en la desgracia de ella. Estaba en el Cruz Azul. Yo iba todos los sábados y los domingos, las últimas fiestas las pasó acá. A ella no le gustaba escuchar los textos de los otros y opinar, pero a mí me escuchaba. Si estaba bien asentía, y sino me decía “miralo un poco esta noche, cuando tengas tiempo”, pero hasta ahí nomás. Nunca se metía más que eso. Como todas las personas que están solas, que las abandonan y que les sirve de vez en cuando para hacer un corto para la TV o para hablar de ella, o para colgarse de los rulos de Edith, yo les daría tal patada (…), que me tendrían que llevar juntos para sacarme el zapato de adentro.

—Mientras ella estaba viva, poca gente se le acercaba, pero después…
—Nunca nadie iba a visitarla. Yo les preguntaba a las enfermeras. Les llevaba vajilla o cosas que ella le gustaban como la Seven Up Light, porque era diabética… La noche en que se murió, yo me quedé como hasta las 24 más o menos, y me preguntaban las enfermeras si yo era pariente y yo les respondía que no. No podía darle de comer porque estaba toda entubada. Las enfermeras me decían que nadie iba a verla. Yo me enteré en Río IV, y llamé y me preguntaban quien hablaba. “Soy Adriana Claudeville, la única que la va ver, así que si está internada dígame” (rememora enérgicamente). Me dijeron que estaba en el Cruz Azul, que se había descompensado; no era así, estaba inaugurando el camino de ida o de vuelta, según se vea. La dejaron sola, sola, sola (y lo dice cada vez con más fuerza y con una pincelada de bronca). Cuando presentaron el documental, no buscaron a las personas que debieran estar. Hay alguien que tiene la obra de Edith Vera, pero esa obra le pertenece a Villa María. Edith me decía que le llevara el libro negro donde ella escribía sus cosas, pero después, las cosas desaparecieron. Lo importantes es que Edith quedó en el imaginario popular, por más que le guste a algunos o no, quedó. Ella fue coherente con su pensamiento, no mintió, se las aguantó, es más, se aguantó que la gente le diera la espalda, ahí fue cuando ella se encerró en su casa. Que es muy distinta a la versión idílica que circula por ahí. Hablábamos mucho, me contó mucho de su vida, sobre algunos personajes de Villa María, etcétera… cuando me quiera hacer rica me voy a poner a escribirlas (risas).

—Pero es cierto, una vez que falleció mucha gente se prendió de allí, ¿no?
—Yo no hablo de lo que me contó, simplemente le hago recordar a todo el mundo, que la dejaron morir sola. Ella tenía mucho para dar, mucho para decir, pero si tuviera un amanuense, como se usa ahora hubiera podido dejar mucho más, pero ella no quería, sufría mucho la soledad. Yo al velorio no fui, porque a echarle tierra no podés ir, ¿para qué? En vida tenés que estar con la persona. A mí me cansan los ritos mortuorios, porque se basan en la falsedad y la hipocresía. Por eso mi mamá cuando murió no quiso ni velatorio, ni cortejo fúnebre; y yo le di la razón. Y me gustaría que conmigo hicieran lo mismo.


Los mates se acabaron y el ventilador vuelve a delatar su presencia. El constante sonido de las aspas rompiendo el aire en la pesada tarde del martes 6 de enero. Adriana, me agradece la visita y nos deja la invitación para otra oportunidad.
Ya volveremos poeta. Hasta entonces.
(*) Publicado en EL DIARIO del Centro del País, el domingo 22 de marzo de 2009.-